Mi viaje con la Ale al Parque Conguillio

La felicidad tiene formas de expresión muy extrañas.
A veces es simplemente un abrazo, un beso o una intención de cariño.
Otras, es euforia de multitudes, es silencio de pocos y conversaciones de otros tantos.
A mi se me presentó de rara forma; con sufrimientos, con cansancio, pero sin desfallecimientos, con agonías, pero sin muertes, con desesperación, pero sin locura.
Se me presentó caminando largos kilometros, mochila al hombro, y la mejor acompañante a mi lado.

Paso a paso, gota a gota, fui feliz.

Era tiempo de vencer un lánguido temor, de abrir otras rutas en la cabeza y desterrar algunos miedos para siempre.
Sentir la infame sensación de estar solos a la deriva, sin la pauta que organizaba día a día nuestra vida y con la pregunta constante de qué hacer, dónde ir, cómo llegar, alguien nos ayudará?
Era tiempo de vivir esa súbita angustia que entra de a poco en el cuerpo, a medida que este se nos va cansando. Angustia por desconocer qué sería de nosotros.


Y ahí. A kilómetros de distancia de la última casa que nos ofreció ayuda, seguimos caminando, avanzando hacia la esperanza incierta de llegar al destino, para saber que de a dos somos capaces de dejar por un rato el tiempo congelado atrás, lejos, en la gran ciudad.
Que somos capaces de salir a recorrer y memorizar parajes lejanos en cada paso.
De recorrer cansados el lugar que imaginamos.
Angustiados, pero felices.
Cansados, pero felices.
Y de a dos.
Siempre de a dos.